Religión

A vueltas con el laicismo (II)

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DMu1HUnX4AAvWD3La tan manoseada frase evangélica, “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, escapa en su significado teológico a quienes la pronuncian desde uno u otro lado. Digo “de uno y otro lado”, porque también hay creyentes militantes que quieren hacer de su capa un sayo y no admiten que vivimos en común.  En principio, la frase del Señor es una declaración de humildad para poder público. El Estado no es divino, es humano. Pero más en el fondo se refiere a la imagen de Dios que el hombre debe devolverle a Dios. A Jesús le han presentado un denario, una monera, y este lleva la imagen del César. “Dad al César sus cosas -el denario- y a Dios devolvedle su gloria -la imagen de Dios en el hombre-”. Por lo tanto, no vale invocar este aserto como si apadrinara una separación entre el Estado y la Iglesia como dos líquidos explosivos que nunca han de confluir.

Atentos a ese puritanismo cristiano, como con el pacifismo de hojalata, porque en el fondo suena a una vieja melodía que a lo largo de la historia eclesiástica ha tenido sus manifestaciones en las sectas gnósticas, el catarismo o el ultramontanismo. La Iglesia tiene que colaborar con el orden social, desde su misión, que es espiritual. No puede hacer rancho aparte, ni para estar por debajo, oculta en una catacumba o encerrada en una torre de marfil, ni por encima, que la invalidez del orden social y político, si éste no es confesional y teocrático.

Más bien la Iglesia -como las otras confesiones y comunidades religiosas cristianas o de otro credo- es también parte de la sociedad civil. Y al servicio de toda la sociedad civil está el Estado. Recordemos esto, por favor: el Estado (toda Administración pública, todo representante político, todo funcionario) está al servicio de los ciudadanos y de las corporaciones intermedias, que éstos tienen todo derecho a crear. Tal es así, que las organizaciones religiosas (esto suena más sociológico, pero al laicista el sonará mejor) tienen el derecho a ser tenidas en cuenta y atendidas debidamente por el Estado, como el resto de organizaciones sociales (sindicatos, asociaciones culturales, vecinales, etc.). Y esto dependerá de su aportación al bien común, de la historia y de la idiosincrasia de cada país.

Y en este sentido recordemos que la Iglesia católica en España es un agente importante de socialización. Está presente en la España vaciada. Sostiene muchas obras sociales. Palía la soledad de los ancianos y se hace cargo de las lágrimas de innumerables duelos. Insufla esperanza. Aporta la formación en valores y virtudes. Y algo muy importante para una democracia sana: es una voz disidente, a veces crítica, molesta, con más capacidad de independencia, menos populista… que muchas otras instancias culturales.

En este sentido, la alergia ideológica a lo religioso no es buen síntoma democrático. Más bien nos recuerda a ese tipo de organización del Estado en el que la fuente de los valores y de las creencias viene del poder y donde hay un aparato ideológico único. Hay que dejar atrás el laicismo y, como diría Habermas, desde el punto de vista democrático hay que ir hacia el discurso de la “sociedad postsecular”.

Este discurso no sólo capta que la religión perdura aún en medio de un ambiente laico creciente. Ni siquiera la aceptación de la contribución funcional de las comunidades religiosas como productoras de motivos y actitudes solidarias, como creadoras de cohesión social. Sino también la “modernización de la conciencia pública” que puede acudir tanto a la mentalidad creyente como a la no-creyente para resolver temas controvertidos. No excluye, por tanto, la palabra y la sabiduría de nadie a la hora de construir la sociedad.

Despidámonos citando a Habermas, sin ánimo de ser pedantes. Él ha sido un sesudo pensador alemán que creció a los pechos del marxismo crítico de la Escuela de Frankfourt y que al final de sus días decía:

“La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas”.

Por José Luis Loriente Pardillo

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