
Platón y Aristóteles en La Escuela de Atenas, de Raphael Sanzio
San Pablo dice en una de sus cartas «lo que no se ve es eterno». Casi coincide con él Saint-Exupéry en El Principito al afirmar que «lo esencial es invisible a los ojos». Pero estas frases hoy nos son extrañas. Estamos volcados en lo que se ve y se toca, en lo que penetra en nosotros por los sentidos externos. Aquello que está presente en el mundo interior de la persona aparece siempre como fruto de una materia. Hasta el filósofo se rinde hoy al peso de lo sensible.
Sin embargo, en realidad los grandes valores que han movido la cultura (el amor, la justicia, la belleza, la dignidad del hombre…) no se ven. Forman parte del espíritu, ese magnífico ámbito reservado a los seres humanos a condición de que tomen cierta distancia de las apariencias. Algunos confunden el amor o la belleza con una acción o, incluso, con una determinada función neuronal que genera una sensación, pero el amor o la belleza son ideas capaces de movilizar la vida. Es la idea del amor o la belleza la que arrastra a la acción o la que moviliza las neuronas. Así ocurre con el resto de los valores.
Entre los antiguos fueron Platón y Aristóteles, cada uno a su manera, los que enseñaron más claramente que detrás de lo sensible está la realidad espiritual que lo sustenta. El uno pensó que la realidad estaba «arriba», separada. El otro que estaba «dentro» de cada cosa e indisolublemente unida a ella. En realidad, da igual: el caso es que «lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno». Lo que se ve encierra el misterio de lo que no se ve y, a la vez, lo hace posible. Así se comprende que el cristianismo, más hermano de lo que parece de la cultura griega, se haya visto interesado tanto por estos dos sabios durante toda su historia.
En el siglo XIX, siglo materialista por excelencia, Nietzsche acusó a Platón y al cristianismo de traicionar la vida por ese camino. Nuestro Ortega dice algo parecido. Así podría rezar su crítica: «Poniendo el mundo real, esencial, más allá de esta vida, matan la vida. El auténtico valor está aquí». Pero no se dan cuenta de su error: lo que ellos llaman vida no es más que la vida biológica. Y si la vida es mera biología lo que nos espera es el nihilismo, es decir, ningún valor puede tener vigencia, porque lo importante ya no es pensar, sino vivir. Pero así el vivir ni tiene razón ni tiene sentido. Ni, mucho menos, límites, es decir, ética.
«Lo que no se ve» sigue llamando a nuestra puerta. Y no es cuestión de espiritismo, sino de espíritu, esa fabulosa capacidad del hombre que le hace poder mirar en el interior de las cosas y descubrir aquello que son, lo que las sustenta y lo que nos mueve a nosotros a la acción.