El Papa Juan Pablo II y el Cardenal Joseph Ratzinger (Abril 1995). Foto Flickr de Levan Ramishvili. Dominio Público
Hace unos meses, sorprendentemente, los chavales de una parroquia de Alcalá de Henares me invitaron a preparar una charla sobre una de la encíclicas de San Juan Pablo II, Fides et ratio (1998). La cita se resolvería en enero, después de las Navidades. Hace más de veinte años que leí esta carta, cuando aún era estudiante de filosofía en la Complutense. Nunca lamentaré lo suficiente el no haber puesto más interés en asistir a la conferencia que el entonces Card. Ratzinger dio en el Palacio de congresos de Madrid sobre ella. Hubo problemas de aforo. Precisamente, hace poco más de una semana moría como papa emérito quién tanto hizo por secundar la estela de la Fides et ratio, la fe y la razón. Este humilde artículo sirva de homenaje también para él.
Después de sus grandes encíclicas Veritatis splendor (1993) y Evangelium vitae (1995), el papa San Juan Pablo II se enfrentó, podemos decir, a la raíz última de la crisis de Occidente. La separación entre la fe y la razón y el último de sus resultados que era en aquel momento la incapacitación de la razón. Efectivamente, tras la caída del Muro de Berlín (1989) se empezó a hablar con más fuerza de “pensamiento débil”, “fin de la historia”, posmodernidad… (cf. nn. 90-91). Desde el pensamiento laico se daba por finiquitado el proyecto de una razón ilustrada capaz de conocer la verdad, de organizar la sociedad y de atraernos el progreso. En el fondo la cosa venía de lejos, por lo menos de la honda repercusión de la II guerra mundial.
Foto Public Domain Pictures, de Kai Stachowiak. CC0 Dominio Público
Desde el punto de vista del creyente esto podía tener su atractivo a primera vista, pero en realidad era una manzana envenenada. La Razón moderna, hipercrítica, escéptica de todo lo que no sea ciencia experimental, orgullosa de sí misma… había querido desterrar a la fe como superstición y ahora se veía ella misma destronada y fragmentada. Pero si la razón humana no es capaz de conocer la verdad, ¿cómo puede la fe hacerse entender? ¿Cómo puede hacerse razonable? ¿Cómo puede la fe organizar sus contenidos? Más aún, en un mundo plural ¿cómo puede haber un auténtico y fructífero diálogo, más allá de un mero consenso político, sin el horizonte de la verdad? (cf. n. 5).
Ante el panorama posmoderno, Juan Pablo II vio la necesidad de recordar a la razón sus posibilidades desde su propia navegación de búsqueda del sentido de la vida, a partir los griegos. Desde la Tradición de la Iglesia, partiendo de San Pablo y arribando al magisterio actual, pasando por los Padres del cristianismo antiguo y los grandes teólogos de la Edad Media, el papa ofrecía otro recurso. Además, como años después hiciese Benedicto XVI en el orden de la fundamentación de la democracia (cf. su diálogo con Habermas, 2004, y su discurso en el Bundestag, 2011), ofreció también el contenido mismo de la Revelación como dato a considerar por el filósofo. En este sentido el dato de fe -por ejemplo, la creación de mundo- no es algo que haga imposible la filosofía, como decía Heidegger –“el palo de hierro"-, sino que la estimula a ir más allá. Véase lo que ha dado de sí la creación y su carácter ex nihilo en Santo Tomás de Aquino.
El caso es que, para el diálogo, la misión y la teología, es necesario el uso de la razón y una razón capaz. Quién desde la fe, al menos en la tradición católica, mire con desprecio a la razón se enfrenta a un problema de fideísmo, que al final compromete la naturaleza del ser humano creada buena, “a imagen y semejanza” (Gn. 1, 26), y arroja la vida cristiana a los brazos del sentimentalismo y del irracionalismo. De ahí a renunciar a la fe y caer en el agnosticismo o en el puro ateísmo hay un paso. Y esto simplemente por lo que decía Chesterton y recordaba Mounier: “Al creyente, cuando entra en la iglesia se le pide que se le quite el sombrero, no la cabeza”. No se puede, sino a riesgo de dejarle como pollo descabezado.
Foto Public Domain Pictures, de CC0 Community. CC0 Dominio Público
A mi modo de ver esto es lo que más le interesa al creyente de a pie del texto de Juan Pablo II. Luego hay otras cuestiones de calado como la vigencia del aparato conceptual de la filosofía tradicional, la capacidad metafísica del hombre, el lenguaje humano aplicado a Dios, la inculturación de la fe, el papel crítico del magisterio en el campo de la filosofía, etc.
Es la misma Sagrada escritura –sobre todo, los libros sapienciales y el comienzo de la carta de San Pablo a los Romanos- la que nos invita a utilizar la razón para encontrar a Dios en la creación. El ser humano se encuentra en un camino de búsqueda de la verdad y en este sentido la búsqueda filosófica conduce a los hombres a plantearse la trascendencia, algo siempre más, y arriba a la fe (cf. n. 33), porque “pensamiento que no se decapita acaba en la Trascendencia”, que decía el maestro Carlos Díaz.
Cuando hablamos aquí de ‘creación’ nos referimos no sólo al mundo como obra de Dios que podemos conocer y contemplar, sino también al hombre con su finitud, su conciencia del bien y del mal, su deseo, su dolor, su necesidad de sentido, su búsqueda de la belleza… La experiencia humana, “la vida del hombre”, que decía José Manzana, es un lugar privilegiado para encontrar la huella de Dios y estamos invitados a releer esta experiencia, a profundizar en ella y, en ese sentido, a filosofar. Ignorarla e ignorar lo que otros han pensado sobre ella no nos hará más creyentes, sino que nos sacará de la realidad.
Por último, para acabar, quisiera recoger una cita de la encíclica de Juan Pablo II. Alude a un tema, bajo mi punto de vista sólo apuntado, desarrollado insuficientemente, aunque posteriormente trabajado y mejor explicitado por Ratzinger:
“La Iglesia está profundamente convencida de que fe y razón «se ayudan mutuamente», ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización” (n. 100)
Os dejo pensando.
***
Incluyo aquí algunos párrafos que se citan más arriba:
CARTA ENCÍCLICA
FIDES ET RATIO
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE LAS RELACIONES
ENTRE FE Y RAZÓN
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos.
Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia, han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.
33. Se puede ver así que los términos del problema van completándose progresivamente. El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto.28 Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos.
La Creación de Adán. Foto Flickr de Larry Koester. Algunos derechos reservados
No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar.
De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.
90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que actualmente parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente. 106
91. Al comentar las corrientes de pensamiento apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra parte, sería difícil de englobar en una visión unitaria. Quiero subrayar, de hecho, que la herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos. Basta citar la lógica, la filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las vías afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis de la libertad. Por otra parte, la afirmación del principio de inmanencia, que es el centro de la postura racionalista, suscitó, a partir del siglo pasado, reacciones que han llevado a un planteamiento radical de los postulados considerados indiscutibles. Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica ponía de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación absoluta de la razón.
Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la « postmodernidad ». Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que se llama « postmoderno » es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe.
Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.
Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino.
90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que actualmente parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente. 106
91. Al comentar las corrientes de pensamiento apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra parte, sería difícil de englobar en una visión unitaria. Quiero subrayar, de hecho, que la herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos. Basta citar la lógica, la filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las vías afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis de la libertad. Por otra parte, la afirmación del principio de inmanencia, que es el centro de la postura racionalista, suscitó, a partir del siglo pasado, reacciones que han llevado a un planteamiento radical de los postulados considerados indiscutibles. Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica ponía de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación absoluta de la razón.
Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la « postmodernidad ». Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que se llama « postmoderno » es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe.
Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.
Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino.